Diego Fonseca
] The New York Times.
Andrés Manuel López Obrador llega a su primer informe de gobierno con un problema: la cuarta transformación (4T) no está transformando lo que debía, ni las brechas económicas y sociales ni la política de caciques de México. Mucho deberá cambiar para que el legado de AMLO sea positivo. Hoy, su cacareada 4T es un fiasco.
Nadie espera que México se transforme en un año, por supuesto, pero al tiempo de su primer balance de gobierno, López Obrador no ha cumplido sus grandes planes de campaña. Si propone transformar México, debe estar a la altura de su promesa. Para hacerlo, o al menos intentarlo, el propio AMLO debe cambiar: en lugar de reinterpretar a un caudillo del viejo régimen, debe ser un estadista. Y para ello debe entender que no hay otros datos. En vez de despreciar los hechos que lo contradicen, tiene que aceptarlos para poder mejorarlos. Partir de información incontrovertible es la noción básica de la conducción de un Estado moderno.
Si Andrés Manuel López Obrador quiere que la realidad se ciña a su capricho solo profundizará la fragmentación y su transformación se reducirá a más de lo mismo: el México doloroso heredado del PRI.
El presidente adeuda respuestas económicas, políticas y sociales. El desempeño económico ha sido lamentable, en parte afectado por la previsión global de recesión, pero sobre todo porque la 4T es una antología de promesas grandilocuentes. No ha habido renovación política, sino la profundización de los viejos vicios de la política mexicana —verticalismo, caudillismo, autoritarismo— y algunas importaciones nada provechosas de los populismos de moda —el mesianismo y la infalibilidad del líder, la vocación hegemónica—. El escenario social tampoco ha cambiado: el racismo no se resolverá por decreto presidencial y el mayor actor civil de estos días —el feminismo— supone un desafío que el gobierno mexicano no ha atendido con seriedad.
Con casi un año cumplido en el poder, la 4T se parece demasiado a un plan improvisado, y su líder, un político mesiánico. Según AMLO, su proyecto equivalía al fin del neoliberalismo, la violencia y la corrupción. Sus militares pacificarían el país después de haber fracasado con los gobiernos anteriores. Se acabarían los privilegios. La economía de México, al fin, crecería a tasas chinas. Nada de eso ha sucedido, pero López Obrador dice estar confiado en sus otros datos y que el pueblo está feliz feliz feliz.
Ni tanto. En no pocos aspectos cruciales, el México de AMLO está peor que el México pre-4T. Hay más violencia —en el primer semestre se registraron más homicidios que en el mismo periodo de 2018, el año más violento en la historia de México— y no dejan de escalar los feminicidios —en lo que va de 2019, una mujer ha sido asesinada cada dos horas y media—. La economía está parada y la política internacional parece una broma: Donald Trump primero ganó la negociación comercial y luego consiguió, sin mayor resistencia, que México sea su policía fronteriza para Centroamérica.
Muchos votantes de izquierda han descubierto, pocos meses después de llevarlo al gobierno, que su candidato no era el progresista social que suponían, sino un señor anticuado sin un plan, superado por las circunstancias. López Obrador ha mantenido en pie la militarización de la seguridad pública iniciada por sus antecesores, ha seguido rodeándose de la élite económica como ellos y ha asignado tantos —o más— contratos sin licitación que el PRI o el PAN.
Esa semejanza con el pasado es aún más cínica ahora, pues la 4T se presentó al electorado como sangre nueva, el cambio necesario. Sin embargo, cada vez que le han señalado sus errores y derrapes, AMLO ha mostrado una intransigencia que solo la elegancia aceptaría como testadurez: el presidente de México es un amante del apotegma «la única verdad es mi realidad».
Y esto, claro, es un problema. El redentor pretende que todos crean que su fantasía es la verdad. Receloso de las instituciones porque siguen protocolos y no su voluntad, AMLO activó un modelo personalista de gestión del Estado, ineficiente para la toma de decisiones y riesgoso para la construcción democrática, pero eficaz para la propaganda sectaria.
Más que de acciones, el gobierno de AMLO ha sido de retórica. Y ha sido una retórica dulce —amor, felicidad, bondad— para sus seguidores, y de hostigamiento para los demás: desmerece a la oposición política —fifís—, acalla las críticas —la prensa debe portarse bien— y busca anular a la sociedad civil independiente —que, dice, es una fuerza conservadora—.
Tal vez sería una buena idea dejar de alimentar el culto al líder. Sus mítines por todo el país tienen el objetivo de amalgamar el amor al jefe y sus conferencias matutinas —las mañaneras— pretenden definir la agenda del día. Sería acertado recordarle a AMLO que los movimientos hegemonistas han costado caro a América Latina. No pocos confundieron el combate a la pobreza con la creación de un ejército de ciudadanos pagados con clientelismo. O que gobernar se resumía a ganar elecciones y controlar a los críticos y no al ejercicio democrático de la función pública.
El gobierno de AMLO es joven y tiene margen para cambiar de rumbo. Pero los sucesos de sus primeros meses de gobierno sugieren que no habrá golpe de mando. El presidente reacciona mal cuando lo contradicen y, con un escenario económico y social más adverso, no reaccionará mejor. Debe aceptar que su misión redentora puede estar equivocada y modificar cuanto sea necesario para mejorar el país en lugar de buscar culpables oscuros —»la mafia del poder»— para sus fracasos.
La 4T necesita un plan racional que la sostenga, pero eso no será posible mientras sus políticas dependan de la voluntad de una sola persona, así sea su creador. Esa será la primera gran transformación de su 4T y quizás solo a partir de ella se materialicen los cambios que necesita México. Las necesidades de México reclaman un trato de estadistas, no personalismos caprichosos. El gobierno de un estadista debate a opositores y críticos con argumentos, no con berrinches, y sus funcionarios tienen autonomía y protagonismo y, sobre todo, un plan y una estrategia.
No atender a la necesidad de cambios condena a un escenario sombrío: el país seguirá arrastrando sus problemas de violencia, estancamiento económico, desigualdad y un presidencialismo tóxico. El presidente López Obrador debe ser menos AMLO para realmente transformar a México.