Olga Pellicer
] Apro.
Recibí con enorme entusiasmo la llegada del primer gobierno de izquierda en México. No guardo los mismos sentimientos nueve meses después. El entusiasmo ha sido suplantado por sentimientos ambivalentes de beneplácito y temor. Lo logrado es aún muy frágil y las metas hacia el futuro son inciertas y plenas de obstáculos.
De ninguna manera desconozco el valor de las políticas de López Obrador que muchos anhelábamos desde hace tiempo. Se ha colocado en el centro de la agenda nacional a las clases marginadas del país, olvidadas o utilizadas sólo para comprar su voto por gobiernos anteriores; se ha dado atención al desarrollo de regiones en las que dominan situaciones de abandono y pobreza; se buscan nuevos términos en la relación con los empresarios que permitan, quizás, una convivencia provechosa entre poder político y económico; se ha puesto fin a la ostentación, la frivolidad y los privilegios de la clase política tradicional; existe un acercamiento entre gobernante y gobernados que no se veía en México desde los años de Lázaro Cárdenas.
Los cambios anteriores no son poca cosa. Pero falta mucho para que sean comparables con los momentos más significativos de la historia nacional, como el restablecimiento de la República en el siglo XIX o la Revolución Mexicana en el siglo XX. Lo logrado hasta ahora es frágil, decidido de manera atropellada y carente de los indispensables mecanismos de evaluación, identificación de errores y rectificación. Por ello puede ser reversible o, peor aún, quedarse en una simple simulación.
Mucho se ha escrito ya sobre los dos problemas que mayormente preocupan a la ciudadanía: la violencia creciente en el país y el estancamiento, cercano a la recesión, de la economía. En el primer caso, dentro de las preocupaciones más frecuentemente expresadas se encuentra la confianza excesiva que otorga el presidente al efecto positivo de sus programas sociales, como “jóvenes construyendo el futuro”, sobre el combate a la delincuencia; es probable que así sea, pero estamos lejos de poderlo corroborar. En segundo lugar, se señala la inexistencia de un verdadero estado de derecho en el país y la consiguiente impunidad que la acompaña, sin que semejante problema sea tomado en cuenta en la estrategia para controlar la violencia. Finalmente, no se da suficiente atención a la importancia de la cercanía con Estados Unidos (principal consumidor de drogas) y el tráfico de armas procedente de ese país que tanto fortalece el poder de los diversos cárteles.
A su vez, el problema del escaso crecimiento económico ha encendido un viejo debate sobre si es posible el crecimiento sin desarrollo o viceversa. La respuesta no es fácil porque la historia reciente de México tiene buenos ejemplos de crecimiento sin disminución o, incluso, aumento de la pobreza. Sobre ello ha insistido el presidente. Sin embargo, la respuesta al problema no es ahondar en esos ejemplos sino buscar, justamente, la política económica que promueva simultáneamente crecimiento y combate a la pobreza. Ello requiere de mayores precisiones respecto a lo que se busca en materia económica, más allá de la “austeridad republicana”.
Sin embargo, los detalles del proyecto económico de largo plazo no están definidos. Dependen mucho de la respuesta del sector empresarial en materia de inversión bajo condiciones políticas nuevas. Hay señales alentadoras, como la presencia de los empresarios más poderosos del país en la primera fila del mensaje en Palacio Nacional, así como su compromiso verbal con un proyecto sustantivo de inversiones. Sólo queda esperar que dichas inversiones se materialicen.
A los problemas anteriores es necesario añadir un tercero que me ha preocupado tradicionalmente: la posibilidad de llevar a cabo una Cuarta Transformación sin modificar los lazos de dependencia y vulnerabilidad que nos conectan con el exterior. Se trata, en otras palabras, de saber si la forma de inserción en el mundo, que se profundizó desde la firma del TLCAN, permite a México escapar de la vulnerabilidad que supone la alta concentración de nuestras exportaciones en Estados Unidos y el elevado grado de producción compartida en sectores tan estratégicos para la producción industrial, como el sector automotriz.
Desde hace cerca de cuatro años, cuando Trump ganó las elecciones presidenciales en Estados Unidos, quedó claro que el pretendido destino común de América del Norte era imaginario. No se trataba, desde luego, de pasar a desmantelar o abandonar lo mucho que se ha avanzado en la construcción de un sector exportador de manufacturas que representan el principal motor de crecimiento de la economía mexicana. Sin embargo, dado el difícil momento que se veía venir –cuando el proteccionismo trumpiano era evidente, cuando se rompían alegremente las reglas tradicionales del comercio internacional y cuando se resentía el fortalecimiento del supremacismo blanco, que tanto daño puede causar a la población mexicana en Estados Unidos–, era el momento de un cambio. Preparar un golpe de timón para que, cautelosamente pero con perseverancia, se fijara un proyecto estratégico para ir diversificando las relaciones exteriores de México.
No es sorprendente que el gobierno de Peña Nieto haya ido en otra dirección. Lejos de promover ese cambio, su mayor esfuerzo fue buscar el entendimiento con Trump. A tal objetivo se dedicó con enormes energías y pocos resultados el secretario de Relaciones Exteriores, dejando en el olvido cualquier esfuerzo para ir creando nuevas alianzas económicas y políticas.
Ahora bien, lo que nos ha sorprendido a muchos es que López Obrador haya seguido las líneas de su antecesor. El objetivo prioritario de su política exterior ha sido mantener el espíritu de conciliación hacia Trump. Así lo ha transmitido en mañaneras y mítines. Provoca una sonrisa irónica que en su mensaje en Palacio Nacional considere un éxito haber logrado la suspensión de una amenaza de aranceles a cambio de llevar adelante una política hacia los migrantes centroamericanos subordinada a las visiones estadunidenses. Pocas veces ha sido tan evidente la fuerza de presiones externas.
Los acontecimientos de El Paso, donde hace poco tuvo lugar un ataque terrorista dirigido contra mexicanos, puede ser un punto de transición hacia una política de mayor realismo ante lo que puede esperarse de quien probablemente gane la elección para un segundo periodo presidencial en Estados Unidos. No hay claridad sobre quién y cómo construiría esa política…
Nueve meses es un periodo muy corto para llegar a conclusiones definitivas. Sólo se detectan tendencias, avances y peligros que pueden modificarse rápidamente. Por lo pronto, las encuestas señalan que se mantiene un fuerte apoyo al liderazgo de López Obrador. Las esperanzas en un futuro más halagador persisten. Ojalá sean justificadas.