* En su paso por el periódico Excélsior, don Julio rescató la tradición del Siglo de las Luces, continuada por Proceso, que se singularizó por diferenciarse del periodismo servil, recurrente en la segunda mitad del siglo XX y en el umbral del XXI.
» Jorge Sánchez Cordero
| Proceso.
El 4 de junio de 1787, en su discurso de ingreso a la Academia Francesa, el historiador y poeta Claude-Carloman de Rulhière (1735-1791) introdujo uno de los conceptos que serían determinantes en su era y que perviven aun en la nuestra: el imperio de la opinión pública.
La crítica mordaz de Rulhière estuvo enfocada a los innombrables escritores cortesanos, quienes transitaban con facilidad del ridículo al patetismo en aras de complacer al soberano. Ante ello, rescató otra noción que hizo época, relativa a la dignidad de las personas de letras entendida en su sentido más lato.
El énfasis es necesario: ni ellas crearon la opinión pública ni ésta dio origen a los individuos letrados. Existía empero una clara simbiosis entre éstos y la opinión pública. Rulhière sostenía que los escritores e intelectuales debían escribir para instruir, más que para deleitar.
En el siglo de la Ilustración el pensamiento de Voltaire se estimó prometeico, ya que su reivindicación histórica, sociopolítica y filosófica se fundamentó en el postulado de la igualdad política; noción ésta que se consideró como un despojo a los estamentos del Antiguo Régimen. Con las disertaciones de Voltaire como base, era la razón ilustrada, coherente y universal la que podía confrontar al poder. Con ello la narrativa de la res pública se trasladó del púlpito y la realeza a la gente de letras, pero con una naturaleza laica.
Como una consecuencia de ello se inició el ritual de las visitas de los soberanos europeos a escritores e intelectuales como Denis Diderot (1713-1784), Jean le Rond D’Alembert (1717-1783) y Friedrich Melchior, Baron von Grimm (1723-1807), entre otros, primero en forma subrepticia, y después abiertamente y sin rubor, en la búsqueda de un anhelado y halagador elogio (Olivier Nora); ritual que, por cierto, permanece hasta nuestros días.
Al paso de los siglos, la opinión pública sería el germen de la voluntad popular; le correspondería al politólogo y jurista francés Georges Burdeau (1905-1988) distinguir en nuestro tiempo entre la voluntad popular y la opinión pública como una síntesis que se construye de la opinión de los individuos y de la voluntad popular (Jean Marie Denquin).
En su paso por el periódico Excélsior, don Julio rescató la tradición del Siglo de las Luces, continuada por Proceso, que se singularizó por diferenciarse del periodismo servil, recurrente en la segunda mitad del siglo XX y en el umbral del XXI.
Desde su atalaya el periodismo crítico mexicano se desplazó de la domesticidad a la igualdad política, lo que obtuvo a través de la independencia y la autonomía. Para ello hubo que abandonar la abyección y la apología obsequiosas.
En el caso de Scherer García, su oficio periodístico se expresaba con frecuencia de manera osada y con una intensidad paradigmática, a contramano del poder. En esta época, don Julio se convirtió en el epicentro de la libertad periodística, colmada de contenido simbólico y político.
En lo sucesivo, y ya entre pares, las personas de letras y los protagonistas del poder se ocuparon simultáneamente de la res pública. El resultado: un alumbramiento lacerante a raíz del cual la opinión pública recobró la conciencia de su función. El efecto es trascendente: en el espacio público la igualdad política precedió a la igualdad cultural, que se caracteriza en nuestro medio por el acceso libre y democrático a la cultura.
Fue a partir de ese movimiento como en la segunda mitad del siglo XX afloró nuevamente la opinión pública mexicana. En el Excélsior de Scherer García México vio aparecer la crítica punzante de figuras señeras como Daniel Cosío Villegas y Gastón García Cantú, quienes tanto escozor causaron al poder en su momento. A Octavio Paz le abrió el espacio de la revista literaria Plural, pese a las fuertes desavenencias editoriales internas.
El poder político en este país no tenía ni la capacidad ni la voluntad de impulsar el nuevo paradigma periodístico. El statu quo ante petrificado era particularmente inapto para asimilar democráticamente la naturaleza del modelo periodístico libertario que impelió don Julio. Por lo contrario, el poder autoritario –recluido en su canon, con su lenguaje monocromo– recurrió a sus métodos tradicionales: la censura, el acoso y la represión contra los medios impresos capitaneados por don Julio. El efecto inmediato fue la disnea financiera.
Este hostigamiento campeó en México ante el mutismo complaciente de los intelectuales orgánicos, que lo aceptó sin que ello les causara el más mínimo desasosiego o indignación.
En pleno ejercicio de su actividad, don Julio hipostasió rápidamente el periodismo independiente y libre y se erigió como uno de los portavoces legítimos de la opinión pública.
Don Julio estuvo consciente del efecto prometeico de su movimiento, que se caracterizó por su naturaleza disruptiva y emancipadora. Este paradigma es una de las síntesis resultantes de la colisión dialéctica representada por la búsqueda incesante de libertad y la clausura del espacio público.
Impulsor de la sátira política que también acompaña a este semanario, don Julio, con la dosis adecuada de irreverencia propia del género, la fundamentó en la diferencia específica entre la seducción apóstata y la veneración, entre la iconoclasia y la devoción; veneración y devoción que solían ser abrigadas celosamente por el periodismo nacional. A partir de ese momento, protagonistas de la escena pública y sus fijaciones litúrgicas fueron y han seguido siendo desacralizados e irremisiblemente parodiados.
En los libros de Julio Scherer García se difumina la memoria vivida, que es en sí misma la trama de su vida pública, según la frase del filósofo francés Jean Baudrillard (1929-2007) que ha hecho fortuna. Su propósito era evidente: narrar lo inenarrable en sus textos, los cuales, por lo demás, tienen ya una importancia documental y didáctica invaluable para la historia de México y para nuestra sociedad: un legado que por derecho propio se constituye en parte del patrimonio cultural mexicano.
Con don Julio termina un ciclo en la historia del periodismo en México, cuyo quehacer forma parte incontestable de la memoria colectiva nacional. Su obra se inscribe dentro de la mejor tradición periodística mexicana del siglo XIX y milita junto a las de Ignacio Ramírez, El Nigromante (1818-1879); Ignacio Manuel Altamirano (1834-1893), quien escribía en El Correo de México a la usanza de la época con el seudónimo de Próspero; Guillermo Prieto (1818-1897) como Fidel; Alfredo Chavero (1841-1906) y de Manuel Peredo (1830-1890) como Bonifacio, quienes confrontaron al presidente Benito Juárez.
Probo e insobornable, Scherer García, al igual que su homólogo Altamirano en el XIX, se ufanaba de su austeridad y se vanagloriaba de su vieja máquina de escribir.
Este panegírico pregona el legado de don Julio y parangona la apertura del espacio de libertad con el orden preestablecido. Su memoria se dilata en este espacio –del que despojó al poder– que pervive y se legitima.
Don Julio creó una filiación periodística crítica pero leal a los principios, que supieron resistirse a los redundantes intentos de soborno y amenazas urdidos desde el poder.
Es difícil delinear los sutiles contornos de la silueta ideológica de don Julio, pues ésta se mueve entre la radicalidad y la sedimentación; en todo caso, su centralidad en la historiografía mexicana le asegura permanencia en la memoria colectiva nacional.
En sus disposiciones testamentarias crepusculares, Julio Scherer García se aseguró de privilegiar la preservación del espacio público de libertad conquistado por su movimiento ético-periodístico.