» CARLOS | LORET DE MOLA
) The Washington Post
El principal beneficiario de la democracia mexicana la quiere destruir. Es difícil encontrar en la historia reciente un ejemplo de alguien a quien las reglas del juego democrático lo hayan beneficiado tanto como al hoy presidente, Andrés Manuel López Obrador (AMLO).
Empezó en la política en un partido político, se encumbró en otro y fundó un tercero. Logró ser dirigente nacional, gobernante de la capital del país y presidente. Inició su carrera política en el Partido Revolucionario Institucional (PRI) cuando este era un partido de Estado. Conforme se fue consolidando la apertura democrática en México, también AMLO abrió su abanico de opciones: rompió con el PRI y se acomodó en el Partido de la Revolución Democrática (PRD), del que llegó a ser dirigente nacional y con el que fue jefe de Gobierno del entonces Distrito Federal. Con el PRD fue dos veces candidato presidencial y, cuando otros grupos dentro del partido se negaron a sometérsele, fundó otro donde milita actualmente: en Morena ha sido dirigente nacional, candidato presidencial por tercera vez y, finalmente, presidente de México.
Durante esos más de 20 años en los que López Obrador fue la principal figura de la oposición en México, no tuvo problemas de financiamiento. Por ley, los partidos políticos reciben una partida del presupuesto público en función del número de votos que obtienen. La democracia mexicana le ha permitido a los partidos donde ha militado y que ha dirigido AMLO (PRD y Morena) acceder a un presupuesto de más de 17,000 millones de pesos (850 millones de dólares), desde 1997 hasta lo presupuestado para 2023, por conceptos como actividades ordinarias y específicas, y gastos de campaña.
Además, a partir de una reforma electoral en 2007, estos partidos también han recibido millones de minutos para transmitir gratuitamente anuncios políticos en televisión y radio, en los cuales enviaba sus mensajes contestatarios contra los gobiernos en turno.
Con todo ese dinero y difusión, AMLO pudo consolidarse como el líder político opositor más feroz y poderoso, quien capitalizó los errores de los gobiernos y los tradujo sagazmente en votos que lo condujeron a la presidencia.
Antes de ganar dicha elección, en 2018, los partidos opositores que encabezó ya tenían bancadas fuertes en el Congreso federal; habían conquistado gubernaturas, congresos locales y cientos de presidencias municipales; también negociado reformas y presupuestos para, poco a poco, pavimentar su camino hasta llegar a Palacio Nacional.
Todo eso pudo pasar porque la larga historia de fraudes electorales en México quedó atrás gracias a que, desde 1996, las elecciones las dejó de organizar el gobierno y empezaron a estar en manos de los ciudadanos a través de un órgano autónomo, encabezado por la sociedad civil (avalado por los partidos políticos) y bien dotado de recursos: el Instituto Federal Electoral (IFE), luego renombrado Instituto Nacional Electoral (INE).
Fue tan estratégico este IFE ciudadano que, al año siguiente de su creación y tras organizar su primera elección, por primera vez en la historia de México el PRI no tuvo mayoría en la Cámara de Diputados. López Obrador era dirigente nacional del PRD en ese momento y, en una entrevista posterior, dijo sobre esa situación: “En 1997, el logro más importante es el de la autonomía del Consejo del IFE, la forma como se llegó a tener consejeros independientes. Eso fue una negociación política importante porque no pudieron tener ellos (el gobierno) el control, es decir, ya no tienen la mayoría en el Consejo del IFE. No solo dejó el IFE de depender de (la Secretaría) de Gobernación, no solo se cortó el cordón umbilical, sino que ya el órgano de dirección del IFE se formó tomando en consideración la opinión de los partidos de oposición”.
Hoy, sentado ya en la presidencia, López Obrador quiere que nadie más tenga las oportunidades políticas que él tuvo. Él y su partido acaban de plantear una reforma electoral que implica un retroceso democrático, la cual sustenta en su típico discurso de “austeridad republicana” que ya ha hecho daño a las instituciones y las personas más vulnerables del país. La reforma va en tres avenidas.
La primera es reducir los recursos que se entregan al INE y a los partidos políticos. Es una medida sumamente popular según una encuesta, casi nadie está en contra. Pero sí escandaliza el momento político en el que el presidente decide plantear este recorte: quiere secar de recursos a la oposición cuando en 2023 se realizarán elecciones a gobernador en Estado de México —la entidad más poblada del país y controlada por el PRI— y en 2024 habrá comicios presidenciales. Esto en medio de acusaciones de la oposición de que Morena habría encontrado en el crimen organizado una fuente de financiamiento.
La segunda es reducir el número de legisladores, tanto a nivel federal como local, otra medida con un respaldo casi unánime. El truco es con qué criterios se van a reducir. Porque lo que parece buscar esta propuesta es darle más poder a Morena y menos a los partidos más pequeños y de oposición. ¿Será privilegiando a la mayoría para aplastar a las minorías como planean reformar los Congresos? Parecería justo el antónimo de democracia y contra lo que AMLO y sus seguidores lucharon durante años.
La última es que los consejeros del INE sean nombrados mediante el voto popular, y que puedan ser propuestos por el Poder Ejecutivo abandonando cualquier idea de neutralidad política, convirtiendo a los jueces en jugadores en la arena que ellos van a arbitrar. Es como si en un partido de futbol, para designar a los árbitros, los pusieran antes como delanteros de un equipo a ver qué árbitro mete más goles: al final, ese árbitro quedará comprometido con el equipo que le ayudó a llegar al cargo.
La embestida desde la presidencia y su partido contra el árbitro electoral es apenas la consolidación de una estrategia que lleva mucho más tiempo en operación. El presidente quiere todo el poder y ha trabajado para conseguirlo. Inició minando el poder de los gobiernos estatales, ejerciendo presión mediante el control del presupuesto. Trató de doblegar a la Suprema Corte de Justicia. Siguió con la cooptación de los organismos autónomos (Fiscalía General de la República, Comisión Nacional de los Derechos Humanos, Comisión Reguladora de Energía y otros). Ha atacado ferozmente a la prensa crítica usando el aparato del Estado y ha buscado el desprestigio de las organizaciones de la sociedad civil. Para el presidente, quien fue el opositor más mimado en la historia de la democracia mexicana, no hay oposición legítima ni crítica válida. Todos son parte de grupos “conservadores” que buscan frenar a su gobierno.
Pero solo hay una cosa que no parece estar midiendo AMLO: que en esta batalla hay un rival de su tamaño, si no es que más grande. El INE cuenta con una opinión positiva de 88% . AMLO tiene una aprobación de 59%. El INE es de los ciudadanos, es de los mexicanos. Está en el ADN de quienes hemos visto cómo su consolidación ha provocado lo mismo con la democracia en nuestro país. No ha estado exento de tropiezos, errores ni excesos, pero siempre ha avanzado en una dirección clara y contundente que no debe ser obstaculizada: la democracia mexicana.