TIJUANA, BC. * 18 de diciembre de 2019.
] AP.
Cuando el muchacho hondureño se quejó de un dolor de muelas, la doctora Psyche Calderón le hizo una pregunta obvia: ¿Cuándo te empezó a doler?
La respuesta le partió el corazón.
“Cuando la Mara me rompió todos los dientes y mató a toda mi familia”, respondió el chico de 14 años. “Fui el único sobreviviente”.
Calderón no es terapeuta, ni abogada ni dentista. Es una doctora de medicina general que ofrece sus servicios como voluntaria para atender a centroamericanos varados del lado mexicano de la frontera, donde esperan respuesta a sus pedidos de asilo en Estados Unidos. No había mucho que pudiera hacer por este adolescente.
“Le di un antibiótico y después me fui a casa y me puse a llorar”, relató.
Calderón es parte de un movimiento de profesionales de la salud y estudiantes de medicina de ambos lados de la frontera que calladamente tratan de atender las necesidades médicas de los migrantes que piden asilo mientras sus vidas están en el aire.
Tratan desesperadamente de ofrecer servicios que ninguno de los dos gobiernos ofrece a esta gente. Y se ven envueltos en situaciones inusuales, en las que a menudo deben improvisar pues tienen cantidades limitadas de equipo y medicinas donadas y deben lidiar con situaciones ajenas a su campo. Además de recetar pastillas para aliviar dolores, a veces tienen que decirles a sus pacientes dónde buscar asesoría legal y escuchar los lamentos de una población traumatizada por la violencia que los empujó a irse de sus países.
Con poca preparación para este tipo de misión, los médicos como Calderón tratan de buscar lineamientos acerca de cómo hacer frente a los traumas emocionales.
Miles de personas están varadas en ciudades del lado mexicano de la frontera, a la espera de que los tribunales estadounidenses procesen sus solicitudes de asilo en el marco de una política del gobierno de Donald Trump que los obliga a aguardar una respuesta en México y no con parientes o patrocinadores de Estados Unidos. Otros miles esperan ser llamados para iniciar el trámite del asilo.
Muchos migrantes de Tijuana llevan meses viviendo en albergues atestados, durmiendo en el piso, con limitado acceso a servicios médicos.
Del lado mexicano de la frontera con Texas, cientos de migrantes viven en carpas hechas con bolsas de basura. Familias enteras duermen cerca de pilas de excrementos humanos y se bañan en el río Bravo (Grande en Estados Unidos), que se sabe transporta bacterias.
En Matamoros, la organización sin fines de lucro Manejo de Respuestas Globales (Global Response Management) compró vacunas contra la gripe en una farmacia local por 50 dólares la dosis. Voluntarios instalan clínicas en las aceras para atender a los migrantes.
La crisis de salud se manifiesta a ambos lados de la frontera. En el último año al menos tres niños detenidos por la Patrulla Fronteriza murieron por una gripe estando bajo custodia de las autoridades estadounidenses. Entre ellos un muchacho de 16 años que aparece en un video retorciéndose de dolor en el piso en una celda de la Patrulla Fronteriza.
Un grupo de médicos protestó recientemente frente a un centro de detención de San Diego para presionar al gobierno estadounidense para que les permitiese suministrar a los migrantes vacunas contra la gripe gratis, pero el Servicio de Protección de Aduanas y Fronteras se negó a hacerlo, diciendo que no está preparado para manejar un programa de vacunación.
En Tijuana, mientras tanto, voluntarios como Calderón se presentan los fines de semana en barrios alejados para instalar centros de atención frente a albergues que son rara vez visitados por los médicos del servicio de salud pública de México.
“Yo no debería estar haciendo esto”, dijo Calderón. “Deberían estar en un sitio seguro donde se los atienda, o el gobierno mexicano debería hacerse cargo de estos refugiados”.
Durante el día, esta doctora mexicana de 34 años atiende a adictos a las drogas. En su práctica privada recibe a estadounidenses que cruzan la frontera en busca de atención médica más barata y pagan en dólares, lo que le permite ofrecerse como voluntaria. Empezó a hacerlo en el 2018, cuando miles de centroamericanos llegaron a Tijuana tras cruzar México en una caravana.
Calderón, quien pasa sin problemas del español al inglés en una misma oración, se crió en Tijuana y vio cómo instalaban muros en la frontera. A los 11 años participó con su familia en una protesta contra la Propuesta 187 de California que negaba educación y atención médica pública a las personas que estaban en Estados Unidos sin permiso. A los 17 años acompañó a médicos que atendían en Tijuana a mexicanos deportados por Estados Unidos.
Cuando llegó la caravana, en un acto reflejo se presentó en una cancha de fútbol donde acamparon los migrantes y empezó a atender a la gente. Allí se puso en contacto con otros voluntarios, incluido un médico de la sala de emergencias de Los Ángeles y un estudiante de medicina de San Diego.
Cuando el gobierno mexicano cerró el campamento del estadio de fútbol, los voluntarios se dieron cuenta de que los problemas de salud no desaparecerían y se unieron a la Alianza por la Salud de Refugiados, una de varias organizaciones que trabajan a lo largo de los 3.145 kilómetros (1.954 millas) de la frontera.
Creyentes en lo que llaman una “medicina sin fronteras”, comenzaron a organizar clínicas improvisadas en albergues los sábados y a reclutar voluntarios a través de las redes sociales.
Un año después, han pasado 800 voluntarios por la Alianza por la Salud de los Refugiados, que atendieron a más de 9.000 pacientes. Además de la atención médica, documentan los signos de tortura y de abusos que puedan sustentar los pedidos de asilo. Los voluntarios también atienden a migrantes que piden asilo durante la semana, en un espacio que comparten con una organización mexicana sin fines de lucro que ayuda a trabajadoras sexuales y adictos a las drogas.
Todos los sábados a las nueve de la mañana los voluntarios se reúnen a menos de una cuadra del imponente muro fronterizo de Tijuana.
Se las ingenian para sortear obstáculos. Un sábado de octubre un médico de Chicago que no hablaba español usó una aplicación de Google para decirle a un guatemalteco y a su familia que el hombre tenía que ir a un hospital porque padecía una apendicitis. Del otro lado de una cortina, una partera mexicana le hacía una ecografía a una hondureña con ocho meses de embarazo y se escuchaba la voz del teléfono del médico de Chicago informando a la familia sobre la apendicitis del guatemalteco.
La Alianza para la Salud de Refugiados espera poder abrir su propia clínica el año que viene.
En el 52do sábado seguido que ofrecen servicios, una mujer de San Diego de 24 años que ayudaba a coordinar estos esfuerzos les daba una pequeña orientación a los voluntarios.
Celeste Pain, que regresa todos los días a San Diego para trabajar en una tienda de descuentos, da instrucciones: No pregunten los antecedentes de la gente, que pueden generar recuerdos traumáticos, ni les tomen fotos. Llenen los formularios con el historial médico, las fechas en que deben presentarse ante los tribunales y su número en las listas de espera para ser atendidos por las autoridades migratorias que recibirán sus pedidos de asilo. Tomen nota de la fecha en que el paciente cruzará la frontera; es posible que queden en centros de detención del servicio de inmigración, lo que podría demorar sus tratamientos.
También se da a los voluntarios etiquetas y se les dice que las coloquen en cualquier medicina que recetan a los migrantes para que las autoridades del servicio de inmigración estadounidense no les quiten las pastillas, aunque a menudo lo hacen de todos modos.
Se encaminan a su primera parada, al fondo del “Cañón del Alacrán”.
Allí se encuentran con Calderón, entre pit bulls que ladran, gallos que cacarean y cerdos, llevando un gran bolso marinero por una calle embarrada, llena de basura. Dos estudiantes de medicina de la Universidad de Arizona le ofrecen ayuda.
Calderón lleva a una docena de voluntarios a una iglesia cristiana que dio albergue a miles de haitianos que llegaron a esta ciudad en el 2016. Ahora la iglesia está llena de carpas con centroamericanos.
Entre los voluntarios hay dos pediatras, un profesor universitario que también practica medicina, estudiantes de medicina de Phoenix y San Francisco, un joven que está sacando un doctorado en psicología de la Universidad de Stanford que trabajó con niños en campamentos de refugiados en Irán y dos hermanas de Los Ángeles que tienen familiares en Tijuana.
Despliegan mesas plegables y sillas de metal en una sala y preparan espacios para exámenes médicos mientras unos niños corretean por el lugar. Descargan lo que llevaban en media docena de bolsas y valijas: inhaladores para el asma, antibióticos y otras medicinas recetadas. Algunas fueron compradas por los voluntarios, incluidas las dos hermanas, que dicen que fueron interrogadas por las autoridades aduaneras mexicanas y tuvieron que pagar 100 dólares antes de ser admitidas en el país.
Calderón trabaja en la iglesia, donde atiende mayormente a centroamericanos, y en una especie de caserío donde viven varias docenas de haitianos en precarias casas construidas con puertas y cajones descartados.
“Tenemos tongue depressors?”, le pregunta a uno de los voluntarios bilingües, aludiendo a un bajalenguas, o depresor lingual.
Ve a una mujer con una fractura de muñeca que no cicatrizó bien, a una niña con la barriga cubierta de sarna, una mujer embarazada desnutrida, a un bebé muy delgado, a una mujer con la cara hinchada e infecciones en la boca y a otra con un ojo hinchado y enrojecido.
Con una sonrisa cálida y un estetoscopio rosado en su cuello, ve a un paciente tras otro. Llama a dentistas, oftalmólogos y otros especialistas que conoce para ver si están dispuestos a recibir a gente que ella no puede tratar.
Al mismo tiempo enseña a los voluntarios estadounidenses cómo arreglárselas con los escasos recursos que tienen, incluido un antiguo medidor de presión arterial, sin componentes digitales. No cuentan con una balanza y ya sabe calcular el peso de los bebés sosteniéndolos en sus brazos. Se traslada a un cuarto de bloques de hormigón junto a unos baños al aire libre para tener cierta privacidad y hacer un examen de pecho a una hondureña.
Han pasado ocho meses desde que vio al muchacho con la dentadura rota. Todavía piensa en él. No volvió a verlo ni nunca supo nada del chico.
La experiencia la hizo mejor doctora, afirmó. Ahora, cuando Calderón pregunta sobre el dolor que sienten los migrantes, se maneja con cuidado. Un dolor en el cuello puede ser consecuencia de golpes en la cabeza que le dieron ladrones. Un caso de reflujo gástrico puede responder a la ansiedad de no estar en un lugar seguro.
“Cuando alguien viene porque tiene insomnio, sin esperanza, nos duele a nosotros también. ¿Qué puedes decirle? ¿Cómo lo tratamos? ¿Está enfermo realmente?”, pregunta Calderón.
Además, ¿cómo tartar a pacientes que difícilmente volverás a ver?
“Por eso tratamos de escribir un protocolo sobre salud mental, tratando de conseguir expertos en la atención de refugiados que nos ayuden con todos estos interrogantes”, dijo Calderón.
Después de trabajar cinco horas el sábado, Calderón toma un poco de agua de un termo, que tiene un adhesivo con la imagen de un perro que dice: “Esto está bien”. La frase contrasta con lo que siente. Siempre desearía poder hacer algo más.
En cierto sentido, sin embargo, la frase es un recordatorio de que hay que aceptar las cosas como son, las limitaciones, las barreras que crearon las condiciones que soportan que madres, padres e hijos que viven por meses en campamentos con instalaciones precarias, con baños afuera de madera, agua en baldes y durmiendo todos juntos en pisos de cemento.
Calderón aprendió a aceptar esas limitaciones después de tratar al muchacho con problemas en la boca. Se tomó unos días de descanso y se sometió a un tratamiento de terapia porque se sentía abrumada. También tomó clases sobre cómo tratar a pacientes que han soportado tragedias.
“Necesitaba hacer algo”, señaló. “Todos los médicos comprendemos esto en algún momento. Eso espero. Se hace lo que se puede”.